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C.41 - Caso del Rencoroso

El «procesado sentía cierto rencor por el que había de ser su víctima, al encontrarse con él en la ocasión de autos y comenzar un diálogo, sacó una navaja que habitualmente portaba en el bolsillo, acometiéndole y asestando con ella repetidos golpes, sin que conste su número, produciéndole heridas incisas múltiples en cara, tórax, abdomen y manos y otras heridas punzantes en tórax y abdomen, que curaron a los doscientos cincuenta días de asistencia, quedándole como secuelas numerosas cicatrices en manos, tórax y cara, con una longitud, dice gráficamente el factum, de más de ochenta centímetros en total más la pérdida de fuerza muscular, cayendo de inmediato al suelo tras la agresión y yendo el procesado al Ayuntamiento donde manifestó que había matado a un hombre».

(STS 23 de noviembre de 1983; pte. Latour Brotons; RJ 1983, 5683.).

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¿Mata quien cree que mata?

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I. Por rencor hacia una persona, el procesado asesta numerosos navajazos a otra persona, aun sin producirle la muerte; a continuación comunicó lo que había hecho diciendo que lo había matado.

II. Partiendo de estos hechos, y de que no pueden modificarse, cabe decir, sobre la responsabilidad del «rencoroso» R., lo siguiente.

II.1. Respecto a los numerosos golpes, puede decirse que constituyen una conducta humana, en la medida en que nada se dice sobre movimientos reflejos o inconsciencia. Asestar esos navajazos solo puede explicarse como un proceso controlable por el sujeto, puesto que poco antes han dialogado, saca la navaja, golpea… Todo ello evidencia el autocontrol, luego la conducta humana. Existe, pues, conducta humana por parte de R.
II.2. Una vez que sabemos que se trata de una conducta, vamos a ver si dicha conducta es típica. En concreto, hay que analizar la relevancia de las incisiones de R. con su navaja en repetidas ocasiones en el cuerpo de la víctima. Dichos navajazos, suprimidos mentalmente (fórmula heurística de la condicio sine qua non) hacen desaparecer el efecto sobre el cuerpo de la víctima, por lo que es posible afirmar la relación causal navajazo-herida. Ahora bien, como esto no es suficiente para determinar objetivamente la relación de tipicidad, o imputación objetiva, que hay entre las punzadas de R. y la víctima, hemos de continuar preguntándonos si además de causales, esas puñaladas encierran un riesgo relevante a efectos de algún tipo. Constituyen, por un lado, el riesgo propio del delito leve de malos tratos (art. 147.3), de mera actividad, sin resultado, consistente en golpear a alguien, cosa que se da con el mero apuñalar; junto a este tipo, de escasa relevancia, se da el riesgo propio del tipo de lesiones con medio peligroso (art. 148.1.º), que es de resultado: asestar puñaladas es un factor que a todas luces menoscaba la integridad física de quien las padezca; también es de resultado, por otro lado, el tipo de homicidio (art. 138), cuyo riesgo parece darse en este caso, debido a la reiteración de los navajazos, y las partes en que se dan (no tanto porque fueran en las manos, sino porque lo fueron en la cara, abdomen y tórax). Pues bien, de estos dos tipos de resultado, el riesgo propio de las lesiones con arma se realiza en el resultado, pues nada se nos dice de que entre las numerosas puñaladas y las heridas sufridas se interpusiera un riesgo adicional de un tercero, ni de la propia víctima. No cabe decir lo mismo del riesgo propio del delito de homicidio, que, aun existiendo –como se ha dicho–, no se realiza en el resultado, pues no se produce finalmente la muerte de la víctima. En definitiva, cabe imputar objetivamente los malos tratos, las lesiones peligrosas consumadas, y el homicidio, solo en tentativa.
Analicemos a continuación si, además, se puede imputar subjetivamente cada uno de esos tres riesgos ya imputados objetivamente. En cuanto a la infracción de malos tratos, se podría imputar como dolosa en la medida en que, si el agente sabe que porta un arma (que llevaba consigo habitualmente), que la esgrime (al ser navaja, debió abrirla) contra un sujeto (con el que acaba de estar hablando) al que golpea reiteradamente (las heridas en las manos indican que la víctima ofreció resistencia oponiendo las manos frente a los golpes, lo cual produjo cortes inmediatos que provocarían sangre, gritos…). Si es consciente de todo ello, es consciente del riesgo propio de maltratar a otro, pues lo realmente necesario para que su conducta sea dolosa, es que tenga conocimiento o representación de los riesgos que conlleva empuñar un arma cortante en su búsqueda del cuerpo humano del afectado. E igualmente es conocedor, por esas mismas razones, de que su conducta despliega el riesgo propio de las lesiones con medio peligroso (además: es consciente de que dirige la navaja contra el cuerpo), y del homicidio (es consciente de que entre sus numerosos golpes algunos van a partes vitales, cara y tórax). La conducta de maltratar se puede imputar subjetivamente como dolosa; la conducta de lesionar con arma o medio peligroso se puede imputar también como dolosa. La conducta de matar presenta sin embargo un problema, como se expondrá a continuación.
El agente se representa, al dar los navajazos, que está matando. De hecho, al cesar de golpear, una vez ya la víctima en el suelo, se dirige a comunicar lo que había cometido, diciendo que había matado a un hombre. Esto muestra cómo el agente se había representado (ex ante) estar matando a un hombre, aunque después (ex post) no se produjera el resultado por él representado. Se da, por tanto, una divergencia entre la representación ex ante y la realización ex post de lo representado. En este caso, lo que se cree haber estado haciendo supera, por exceso, a lo sucedido en la realidad extramental. Como divergencia que es, constituye un caso de error. Pero se diferenciaría de otros casos de error en que ahora la divergencia es por exceso: se representa más de lo que hace, mientras que en otros casos (los de error de tipo) se representa menos de lo que hace. En efecto, quien mata sin darse cuenta, sin ser consciente del riesgo que despliega, mata en situación de error (de tipo, que podrá ser, si se dan los requisitos exigidos, castigado por el respectivo tipo imprudente). Lo anterior muestra cómo las estructuras de la tentativa y la imprudencia encierran casos de error por divergencia entre lo conocido y lo realizado; con la diferencia de que son inversos: lo que en la tentativa se representa, falta en la imprudencia (error de tipo).
Por lo demás, el grado de ejecución alcanzado y la peligrosidad de lo realizado, abonan afirmar que la tentativa estuvo cerca de la consumación. Más en concreto, que al agente no le faltaba hacer más para que se produjera el resultado de muerte que exige el tipo del homicidio (tentativa acabada).
II.3. No hay nada en los hechos que nos permita negar la antijuridicidad ni la culpabilidad. No hay supuestos de causas de no punibilidad para estos casos.

III. En conclusión: debe responder R. de un delito leve de malos tratos consumado (art. 147.3); de un delito de lesiones peligrosas consumadas (art. 148.1.º); y, a la vez, de un delito de homicidio (art. 138) en tentativa. La primera infracción quedaría consumida en cualquiera de las otras dos, por cuanto la pena de estas es lo suficientemente grave para absorber la de aquella. Entre las lesiones dolosas consumadas y la tentativa de homicidio se entiende que existe una situación de concurso de normas y no de delitos, por cuanto la conducta típica de homicidio implica lesionar, pues no se puede matar sin menoscabar la salud e integridad del sujeto pasivo. Por tanto, la conducta de lesiones quedaría desplazada por la del homicidio, tipo principal que entra en juego antes que el otro, que sería subsidiario. Puesto que se trata de una tentativa acabada de homicidio, la pena no debería descender dos grados desde la mínima del homicidio consumado, sino solo un grado, según doctrina jurisprudencial (art. 62).

Las consideraciones anteriores se refieren al aspecto estructural de la tentativa (es decir, que se trata de un tipo incongruente por divergencia objetivo-subjetiva). Hay otro aspecto no menos importante en esta materia, como es el de la sanción que merece tal tipo incongruente: si la del delito consumado o una menor. Se trata del aspecto político-criminal: cómo sancionar los casos de tentativa, cuál es su gravedad. Ciertamente se percibe socialmente que una conducta que no produce el resultado lesivo descrito en el tipo no necesita la pena del delito consumado. Intervienen entonces consideraciones de proporcionalidad, de evitación de excesos al penar… Dichas consideraciones podrían llevar a castigar menos al agente de un delito que queda en grado de tentativa que al de uno que produce un resultado de daño.

Esto plantea la necesidad de distinguir unas tentativas de otras. Por una parte, hay tentativas a las que falta mucho para llegar a la consumación; mientras que a otras solo les falta la producción del resultado, y el agente ya no ha de hacer nada más. En el primer caso se habla de tentativas inacabadas, y en el segundo de tentativas acabadas. La atenuación de la pena prevista en el código penal español (descenso de la pena en uno o dos grados) se ha interpretado por la Jurisprudencia del siguiente modo: en casos de tentativa acabada, la rebaja lo es en un grado; y de dos en la inacabada. Es decir, el estadio de ejecución alcanzado determina la penalidad. Pero también influye el grado de peligrosidad del intento. ¿Cómo valorar la peligrosidad?

Toda tentativa, por definición, resulta ex post no peligrosa, pues entonces ya contamos con que el intento no fue suficientemente peligroso, pues no llegó a producir el resultado. Luego la peligrosidad de la tentativa se da, y ha de valorarse, ex ante. En efecto, es entonces cuando el agente y el espectador objetivo del entorno en esa situación perciben lo realizado como peligroso o no. Es esta la perspectiva a tener en cuenta. Pero aun entonces hay casos de tentativas que ya de antemano son peligrosas y se perciben como tal, mientras que las hay que se perciben como peligrosas sin que lo sean realmente. Es el caso de la tentativa inidónea, a distinguir de la idónea. Veámoslo en C.42.