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C.92 - intro

C.92 - Caso de los dos médicos

«El 1 de septiembre de 1939 Hitler dictó una orden secreta conminando a que los establecimientos psiquiátricos proporcionaran información sobre las características de la enfermedad y especialmente la aptitud para el trabajo de los pacientes. Con base en esta información, en cuya recopilación no consta que intervinieran los acusados, en Berlín se elaboraron listas de personas que habrían de ser trasladadas a otros establecimientos. Nadie dudaba de que el destino final de esas personas era la muerte. A comienzos de 1941, antes del primer traslado, el Ministerio de Interior indicó a los hospitales que debían excluir de las listas a ciertos tipos de internos. Los acusados, psiquiatras, formaban la comisión de dos personas que se ocupaba de la revisión de la lista en su hospital. En tal revisión, que tuvo lugar el verano de 1941, se esforzaron en quitar tantos nombres como fue posible, yendo conscientemente más allá de lo que permitían las estrechas directrices y teniendo éxito en muchos casos. Desobedeciendo las instrucciones, pusieron así mismo en libertad a otros internos para salvarles. Los acusados participaron en el traslado del resto de personas en la lista, pocos de los cuales sobrevivieron. El jurado declaró probado que tenían conocimiento de la finalidad del traslado y que pretendieron resolver el grave conflicto de conciencia que les producía su participación mediante el esfuerzo exitoso en salvar tantos enfermos como fuera posible.».

(OGH. St. 19, 49, 5 de marzo de 1949, Monatsschrift für Deutsches Recht 1949, pp. 370-373; cfr. Ortiz de Urbina, «Caso de los dos psiquiatras en el III Reich», en Casos que hicieron doctrina en Derecho penal, pp. 177-192.)

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¿Héroes o verdugos?

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I. Respecto a estos hechos hay que adelantar que nos interesa ahora solo lo que atañe a la responsabilidad penal de los dos médicos que entresacan a algunos enfermos de la relación elaborada por otros, con el fin de salvarles la vida. No nos preguntamos ahora por la responsabilidad de los ejecutores de las muertes, ni por la de los que elaboran las listas, sino solo por la de esos dos médicos psiquiatras miembros de la comisión que revisa la relación de enfermos. Prescindimos ahora del concreto Derecho aplicable y del momento de comisión de los hechos.

II. Con estas salvedades, y de ser así los hechos, cabe señalar lo siguiente. No cuestionamos, por razones obvias, la existencia de una conducta humana, ni la tipicidad objetiva de esa conducta como colaboración en el homicidio cometido por otros. Sí conviene detenerse, en cambio, en la tipicidad subjetiva, la posible justificación de esa conducta y la culpabilidad.

II.1. En cuanto a la tipicidad subjetiva, es decir, el carácter doloso o no de la conducta de los dos médicos, conviene señalar cómo ellos no desean la muerte de las personas que finalmente figuran en la lista; es más, arriesgan bienes e intereses propios al suprimir a algunos enfermos. Sin embargo, sabemos que el dolo no es equivalente a los motivos o a las intenciones últimas del obrar del agente: quien conoce el riesgo que porta su conducta, conoce el riesgo típico, luego obra con dolo. Y en el caso de una colaboración al homicidio (cometido por otros) basta con saber que quienes figuren en esa lista se encaminan a una muerte segura. Su conducta es por tanto imputable subjetivamente como dolosa. Que obren para conseguir salvar la vida de otros pacientes no es cuestión que afecte a la imputación subjetiva, sino si acaso a otras categorías de la teoría del delito. Tampoco parece defendible que ellos erraran sobre el destino que iban a seguir los enfermos incluidos en la lista, pues tal y como se relata, no cabe duda al respecto (graves conflictos de conciencia). Concluimos así afirmando la tipicidad subjetiva de la conducta.
II.2. Puede plantearse que se vea afectada la antijuridicidad de la conducta. Existe, en efecto, una situación de conflicto entre bienes jurídicos (la vida de unos pacientes que perecen, frente a la vida de otros que se salvan) que obliga a preguntarse si el ordenamiento faculta a obrar a favor de alguno de ellos, aun en detrimento de los otros. Dicha situación de conflicto puede describirse como una crisis entre bienes jurídicos, en cuanto que hay vidas humanas cuyo mantenimiento lo es a costa de que otros perezcan. Si dicha situación de crisis es inminente e inmediata, es decir, que no hay otra vía de solución que lesionar a alguno de los bienes en conflicto, podría quedar amparada por el ordenamiento en ciertos casos. Téngase en cuenta, en primer lugar, que dicha situación de crisis no ha sido creada por quienes pretenden ampararse en el ordenamiento, los médicos, ni por los beneficiados de la selección, los enfermos salvados, sino por una estructura criminal estatal, como es el régimen nazi; por lo que no estamos ante un problema propio de la legítima defensa, ni del estado de necesidad defensivo, sino ante un caso más bien de estado de necesidad agresivo. En estos casos, quien pretende obrar al amparo del ordenamiento es ajeno a la creación del conflicto y es con su conducta pretendidamente justificada como se introduce en el conflicto. Se exige entonces que su conducta no desestabilice la situación de los bienes o intereses en conflicto más de lo que ya está. Ello se produciría si se causa un mal que no sea relevantemente menor. Todo lo que exceda de tal medida, produce una desestabilización intolerable, una agresión injustificable, por cuanto inclina la situación de crisis a favor de un bien jurídico causando un grave daño al otro u otros. En este caso, quizá alguien piense que al salvar un buen número de vidas, pero enviar a la ejecución a unos pocos enfermos más graves, el mal causado es relevantemente menor, por lo que podría quedar justificada la conducta. En una lógica utilitarista, un buen número de vidas vale más que un puñado de vidas de enfermos. Sin embargo, siempre que se trata de vidas humanas, dicha lógica ha de ceder y admitir que para bienes jurídicos fundamentales (vida, libertad, integridad…) toda intromisión que no sigue a una agresión dolosa idónea, se convierte en una nueva agresión, porque cualquier vida es imponderable, es de valor incalculable (la vida humana, como la persona, no tiene precio, sino dignidad). No es posible la justificación de la conducta. Pero no por eso hay que desatender a la situación a la que los médicos se ven sometidos: en concreto, en el marco de un régimen estatal criminal, como el régimen nazi, negarse a cumplir determinadas órdenes puede ser firmar la propia sentencia de muerte. De ser así, los dos médicos actuarían colaborando en el homicidio de los enfermos para salvar su propia vida. Sin embargo, como ha quedado dicho, no por eso salvar la vida de una persona a costa de la de otra queda justificado por la razón apuntada: el valor inconmensurable de cualquier vida. Solo en un caso se puede plantear, el de la legítima defensa, que se caracteriza porque quien padece el mal es el mismo que ha iniciado una agresión típica dolosa e idónea contra otro (sea defensa propia o de terceros) y siempre que entonces la defensa sea «racionalmente necesaria». Pero no es el caso, pues ahora, los enfermos son absolutamente ajenos a la creación de la situación de conflicto, que ha sido creado, más bien, por los criminales nazis. Por lo tanto, hay que concluir que esta situación de crisis no puede resolverse justificadamente (estado de necesidad justificante) mediante la lesión de bienes como la vida. Es por tanto antijurídica.
II.3. Cuestión distinta es que atendamos a la situación de amenaza que, aun no siendo justificante, podría exculpar a los médicos. En efecto, en situaciones de coacción, de amenaza de un mal cierto y seguro de manera inminente, el ordenamiento atiende a la peculiar situación de conflicto motivacional en la que el sujeto se halla, para –aunque no pueda quedar justificada la conducta– exculpar a su agente. Se trata de los casos que se conocen como situaciones de inexigibilidad de otra conducta: el ordenamiento reconoce que la conducta es contraria a Derecho, pero puede dejar de castigar a su autor. Para ello se presta atención a la extraña motivación del agente provocada porque sobre él, o sobre ciertos parientes próximos, se cierne un mal que parece seguro y sin que llegue a estar justificado conjurar ese mal lesionando bienes ajenos. Tampoco parece ser nuestro caso, pues es sabido por la historia que hubo algunos médicos que se negaron a colaborar, y no sufrieron por ese motivo represalias tan graves como la muerte, lesiones…, ni ellos ni sus parientes. Es más, si estaban bajo la presión del miedo, no habrían sino enviado a más enfermos a la muerte, en lugar de sacar a algunos. Luego falta el presupuesto para considerar que resulta inexigible al agente obrar de otra manera; no se da en concreto la extrema situación de crisis que altera la motivación normativa del agente. Que hay una situación de crisis es claro (situación de necesidad), pero no se resuelve según el ordenamiento (en cuyo caso se trataría de un estado de necesidad justificante), ni tampoco se resuelve para superar una situación motivacional extrema (en cuyo caso el estado de necesidad se calificaría como exculpante). La conducta de los dos médicos es antijurídica y ellos culpables.
II.4. Sin embargo, en sede de punibilidad sería posible acudir a una causa de levantamiento de la pena, como el indulto.

Cfr. C.31, C.82, C.83, C.113C.143.

Como se puede apreciar en estos dos casos, el juicio de culpabilidad es personal; es decir, recae sobre la persona concreta en las circunstancias del momento de actuar, y no sobre el hecho. Lo cual permite que, en un mismo caso, unos respondan como culpables y otros queden al margen por ser no culpables del mismo hecho. Se trata de una consecuencia de la llamada «accesoriedad limitada de la participación», a la que se volverá más adelante en el lugar respectivo (L.13). La diferencia entre el plano del hecho y el de los agentes es clave: el hecho hace referencia a las reglas o normas de conducta que rigen para todos los eventuales agentes (presentes y futuros). En cambio, el plano de los agentes se refiere a las circunstancias personales de cada sujeto, que son mudables incluso en un mismo hecho.
Para considerar a alguien no culpable de un hecho antijurídico es preciso constatar que no conoce la ilicitud de su conducta, o bien que es incapaz de obrar conforme a ese conocimiento. La doctrina viene refiriéndose a tres elementos que conforman la culpabilidad: por un lado, la imputabilidad (L.10); por otro, el conocimiento de la prohibición; y, finalmente, la exigibilidad de una conducta conforme a la norma (ambos, en L.11). Dichos tres elementos podrían reconducirse a dos requisitos para ser culpable: conocer la antijuridicidad de la conducta (saber) y ser capaz de seguir la norma conocida (con voluntariedad). De este modo, los casos de exclusión de la culpabilidad podrían esquematizarse así:

Desconocimiento de la antijuridicidad de su conducta: Aun conociendo la antijuridicidad, el sujeto no es capaz de obrar en consecuencia:
a) A causa de una patología a) A causa de una patología
b) A causa de intoxicación b) A causa de intoxicación
c) A causa de error o ignorancia sobre el Derecho c) A causa de situación de necesidad exculpante


Además, ambas situaciones se presentan en paralelo a las de error de tipo y fuerza irresistible. Es decir, así como el error de tipo excluye el dolo (L.5), y la fuerza irresistible, la volición (L.1), el desconocimiento de la antijuridicidad (saber) debería tener relevancia en la responsabilidad, como también han de tenerla los casos de carencia de voluntad (en este caso, de voluntariedad). De donde resulta un sistema de requisitos de imputación y de los respectivos factores que la excluyen, como se describe en el siguiente esquema.