Vista general

Es el Palacio de Olite un edificio complejo en su historia y en su materialidad. No hay manera de abarcarlo todo en una mirada, ni de comprenderlo en una única visita. Quien lo contemple desde la Plaza de los Teobaldos pensará estar ante un pequeño alcázar urbano, dado que se le escapa casi todo lo situado al otro lado de la parroquia de Santa María. Quien lo vea desde las inmediaciones del convento de San Francisco, admirará la distribución aparentemente caótica de torres que lo mismo avanzan hacia el espectador que se retraen, elevándose a alturas desiguales en un perfil pintoresco. Quien entre por el Portal del Fenero quedará abrumado por las moles de los muros perimetrales, ajeno a una perspectiva inteligible del conjunto. Y es que la ejecución del complejo palaciego se realizó en fases sucesivas, sin responder a un programa arquitectónico completo previamente diseñado, sino obedeciendo a las posibilidades económicas, a los caprichos del monarca, a los condicionantes topográficos y al modo como constructores y artífices de muy distintos orígenes dieron forma a lo que les solicitaba. De este modo, las moles torreadas se suceden desde el núcleo del barrio de Santa María (el llamado “cerco de dentro”) hacia el barrio de San Pedro, tomando como eje el muro de cierre de la villa por su flanco oriental. Torres y patios se adaptaron sin ansia de simetría a los desniveles del terreno y a las circunstancias del entramado urbano previo. La impresión caótica aumenta para el visitante que accede al interior y recorre sus vericuetos a distintos niveles. Aquí y allá se abren puertas, se disponen escaleras, se suceden estancias de toda forma y dimensión, algunas claramente destinadas a usos residenciales (con chimeneas y ventanas con miradores), otras cuyo fin difícilmente aclaran los abundantes documentos que su dilatada edificación y continuas intervenciones han generado desde el siglo XIV hasta nuestros días.