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Ruta por los retablos baztaneses del siglo XVIII

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Retablo mayor de las Clarisas de Arizkun: una pieza excepcional

El convento de Clarisas de Arizkun fue patronato de don Juan Bautista Iturralde, marqués de Murillo, y de su esposa doña Manuela Munárriz. Ambos habían dotado el nuevo convento y venían demostrando su papel de promotores de las artes en otras fundaciones y devociones de la familia en Navarra, Madrid y Alcalá de Henares. Con el enriquecimiento a través del comercio y su relación con la Corona, como asentista y arrendador de las rentas reales, realizó, junto con su esposa, un sinfín de dádivas y fundaciones que nos dan una idea de su piedad y de su profundo sentido religioso. Entre las obras que promocionaron figuran las clarisas de Arizkun, otras obras y donativos para la misma localidad, el colegio de San Juan Bautista de Pamplona, dotaciones para capillas madrileñas, dádivas en metálico y la madera para el retablo mayor de Santo Tomás de dominicos de Madrid, retablos e imágenes en el convento de Jesús María de Valverde en Fuencarral, en cuya sala capitular recibieron sepultura los marqueses, y los retablos colaterales y dinero para ornamentos del convento de la Madre de Dios de los dominicos de Alcalá.

La escritura para la realización de los retablos del convento de Arizkun con José Pérez de Eulate se firmó en Pamplona el 11 de agosto de 1736. El proyecto o trazas se impusieron al artífice pamplonés y de ellas sabemos que se habían mandado hacer, con toda seguridad, en Madrid, y que llegaron a Pamplona rubricadas con la firma de Iturralde. Fue, por tanto, el promotor de la fundación y su dotación quien eligió el plan a seguir en los retablos, del mismo modo que años atrás había ordenado hacer las trazas del convento al maestro de obras avecindado en Madrid Fausto Manso. Respecto a los motivos decorativos, tan solo se dice reiterativamente que serán “como demuestran las trazas”.

El plazo de ejecución se fijó en un año para el retablo mayor y en veinte meses en el caso de los colaterales. El precio ascendería a 1 600 ducados de plata distribuidos en los tres tercios acostumbrados. El reconocimiento del conjunto lo llevó a cabo el maestro de Sos del Rey Católico establecido en Pamplona José Ferrer, el 1 de julio de 1738. Tras el examen de las piezas y de sus trazas con todo cuidado, estimó que Pérez de Eulate había cumplido con su obligación, señalando asimismo una serie de mejoras en el sagrario, en las columnas principales en donde había añadido doce serafines, cuatro tarjetas en el cascarón y veintiocho modillones en los colaterales. A juicio de Ferrer, todo ello era necesario y preciso para “la mayor decencia y ornato de dicho retablo y colaterales para que hagan correspondencia con lo demás de la fábrica de ellos”.

Pérez de Eulate tuvo la oportunidad de enfrentarse con un modelo de retablo ajeno en aquellos momentos a estas tierras y particularmente en el taller de Pamplona, en el que se seguían utilizando, por lo general, las columnas salomónicas vestidas de flores. Se trata de un retablo cascarón emparentado con la escuela madrileña, tanto por su concepto arquitectónico con líneas monumentales y claras, como por algunos motivos decorativos. Consta de pedestal de piedra, alto banco con cuatro ménsulas cóncavas, las interiores en disposición frontal y las exteriores de perfil. Todas ellas han perdido la decoración que se disponía sobre sus placas recortadas, en las que aún se puede ver la huella de las tarjetas de follaje decorativo; sin duda esa supresión se realizó en la época neoclásica, al sustituir el primitivo expositor por el actual templete decimonónico. La disposición cóncava de las ménsulas recuerda a la de algunos retablos madrileños, como el de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Meco. Sobre el banco monta el cuerpo principal, dividido en tres calles –la central de mayores dimensiones– por columnas de orden gigante de capitel compuesto y con el fuste estriado que se decora por palmas cruzadas, placas adventicias, lazos y telas colgantes. En las calles laterales se abren sendas hornacinas de poca profundidad con peanas trapezoidales para sostener esculturas, mientras que en la central se dispone una caja para albergar una pintura sobre la que campea el escudo de los marqueses de Murillo, patronos del convento. Un gran entablamento de líneas quebradas da paso al cascarón con potente arco de embocadura, que se decora con tarjetas de talla, escudos de la orden de los franciscanos sostenidos por angelitos y palmas y gran clave central con nubes, querubines y la Paloma del Espíritu Santo. En el interior del cascarón ocupa el centro un lienzo y sendas ventanas fingidas con sus cortinajes semidescorridos de claros valores escenográficos.

Del dorado de todos los retablos del convento se hizo cargo inmediatamente el pintor de Madrid don Pablo Antonio de Castro, el cual ajustó con el marqués las condiciones para tal fin.

La iconografía del conjunto presenta en el cuerpo principal un lienzo con el tema de la Glorificación de san Francisco, y a sus lados sendas tallas de santo Domingo de Guzmán y santa Clara, de filiación madrileña; en el ático encontramos el lienzo de la titular del convento Nuestra Señora de los Ángeles, con el tema de la Coronación de la Virgen entre ángeles músicos y cuatro esculturas de alegorías de virtudes sobre los entablamentos.

Este retablo, de influencia cortesana, supone uno de los primeros ejemplos de los de su tipología en estas tierras, modelo que triunfaría en las dos siguientes décadas en el País Vasco, Navarra y otras regiones del norte de España, siempre siguiendo las directrices marcadas por José Benito Churriguera en el retablo de las Calatravas de Madrid a comienzos de la década de los veinte. Con él, José Pérez de Eulate escapa a la tradición decorativista del taller de Pamplona y afronta una valiente arquitectura ajena a los retablos salidos de los talleres pamploneses del momento.

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